caridad es para mí un deber más
imperioso que el hambre y la se. Ese desventurado ha padecido --bastante tiempo,
pues según vos mismo
me habéis dicho, hace diez años que está encerrado en la
Bastilla. Abreviadle su suplicio proporcionadle
sin más tardar la--alegría que le espera, y Dios os recompensará.
--¿Os empeñáis?
--Os lo ruego.
--¿Así, en lo mejor de la cena?
--Sí, y vuestra acción será la bendición de vuestra
mesa.
--Cúmplase vuestra voluntad; pero os advierto que comeremos frío.
--No importa.
--Baisemeaux se echó atrás para tirar del cordón de la
campanilla y llamar a Francisco y por un movi-
miento natural, se volvió hacia la puerta.
Como la orden estaba sobre la mesa, Aramis aprovechó aquel instante para
trocarla con otro papel dobla-
do de la misma manera y que sacó de su bolsillo.
--Francisco, dijo el gobernador, --que suba aquí el mayor con los llaveros
de la Bertaudiére.
El ordenanza hizo una reverencia con la cabeza, y dejó solos a los dos
comensales.
EL GENERAL DE LA ORDEN
Durante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis
no perdió de vista al
gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su cena, y
que era evidente buscaba una
razón cualquier, buena o mala, para retardar el cumplimiento de la orden,
a lo menos hasta después de los
postres.
--¡Ah caramba! --exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese
encontrado lo que buscaba, no
puede ser.
--¿Qué es lo que no puede ser? --preguntó Aramis.
--El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no
conoce París?
--Adonde pueda.
--Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.
Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde
quiera.
--Para todo tenéis respuesta... ¡Francisco!... al mayor que vaya
abrir el calabozo del señor Seldón, núme-
ro 3 de la Bertaudiére.
--¿Seldón, decís? --preguntó con la mayor naturalidad
el obispo. --Sí, es el nombre del individuo al
quien ponen en libertad.
--Querréis decir Marchiali, --replicó Aramis.
--¿Marchiali? ¡Je! ¡Je! Seldón.
--Tengo para mí que os engañáis, señor de Baisemeaux.
--Como que he leído la orden...
--Y yo también.
--Y en ella he visto Seldón en letras gordas, así, --repuso el
gobernador mostrando un dedo.
--Pues yo he visto Marchiali en letras así, --replicó Aramis alzando
dos dedos.
--Aclarémoslo inmediatamente, --dijo Baisemeaux, plenamente convencido
de lo que afirmaba. --
Basta leer el papel; aquí esta, --¿Veis como dice Marchiali? --dijo
Herblay desdoblando el papel. --
Mirad.
--Es verdad, --respondió el gobernador con ademán de terror y
dejando caer los brazos.
--¿No os lo dije?
--¡Cómo! ¡el hombre de quien tanto hemos hablado! ¡El
hombre sobre quien me recomiendan incesan-
temente que vele!
--Ya lo veis, Marchiali, --replicó el inflexible Aramis.
--Confieso que no entiendo jota, monseñor.
--Sin embargo, debéis dar crédito a vuestros ojos.
--¡Y decir que reza Marchiali!
--Y en buena letra.
--¡Es fenomenal! Todavía estoy viendo la orden y el nombre de Seldón,
irlandés. Y aun recuerdo que
debajo del nombre, había un borrón.
--No hay borrón alguno; ved.
--Sí, repito, --dijo el gobernador; --y tan es así, que he arañado
la arenilla de que el borrón estaba cu-
bierto.
--Sea lo que fuere, con o sin borrón dice la orden que pongáis
en libertad a Marchiali.
--De que ponga en libertad a Marchiali. --repitió el gobernador esforzándose
en recobrar la lucidez de
su mente.
--Y vais a soltar al preso. Si de paso os da el corazón por abrir las
puertas de la Bastilla a Seldón, no me
opongo.
Aramis coronó sus últimas palabras con una sonrisa tan preñada
de ironía, que Baisemeaux acabó de se-
renar y cobró alientos.
--Monseñor, --dijo Baisemeaux, --Marchiali es el preso a quien el otro
día vino a visitar por manera tan
imperiosa y tan en secreto un padre cura, confesor de nuestra orden.
--No sé nada de eso, --replicó Aramis.